jueves, 4 de diciembre de 2014

La Sala de Música



Se despertó con el reflejo del sol en los ojos, con la sensación encontrada de calma y ansiedad propia de la salida del mundo de los sueños más profundos.

Había perdido la noción del tiempo.

Un par de segundos permaneció inmóvil ante ese cielo enorme y blanco.

Se incorporó con agilidad, deslumbrada por la inmunidad de su cuerpo ante el paso de los años, con la misma vitalidad y energía que a los quince.

Se movía suavemente, flotando. Su mente, sin embargo, volaba en un torbellino de ideas, colores y formas. Recuerdos mezclados con imágenes ficticias, bailando armónicamente en una composición que solo es posible disfrutar durante fugaces apariciones.

Llegó a destino: ahí estaba la casa, imponente e intimidante, con sus enormes columnas y ventanas. Lejos de sus años de esplendor, irradiaba un halo de misterio, que invitaba a los transeúntes a explorar, pero solo de lejos, como una atracción turística, mero accesorio discorde en el paisaje. A pesar del día gris y la pintura descascarada, sabía que en sus mejores años había sido un lugar feliz: chicos jugando en el parque verde intenso, familias celebrando con música y juegos.

El barrio había evolucionado a un ritmo natural, mientras que ese terreno en una especie de burbuja, había permanecido desconectado de ese nuevo mundo.
Los años habían lavado de las paredes la luz. El amarillo intenso se volvió marrón. Ya no había animales, ni pasto, ni árboles. El camino de entrada estaba destrozado y los vidrios eternamente empañados.

Atravesó la puerta y se sentó en la banqueta. Apoyó suavemente los dedos y tras un hondo suspiro, empezó a tocar.

Las notas fluían mágicamente llenando la habitación de color y música. Se sentía liviana y llena de vida.

Al piano se le sumó el sonido infantil de una flauta.

En medio del despliegue musical, miró hacia el costado y lo vio, radiante, sumergido en la melodía. Las notas abandonaban el instrumento para quedar suspendidas en esa dimensión donde no importaba tiempo ni espacio.

Al terminar se miraron, no hacía falta decir nada. Cada uno flotó en dirección opuesta.

Sin importar cuánto tiempo pasara, se sorprendían ahí una y otra vez. Pese a sus 200 años, con sus cuerpos eternamente jóvenes.

Se volverían a ver pronto. Para jugar entre fantasmas, en la sala de música, una vez más.

Porque un alma con música es un alma llena de vida.




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