jueves, 4 de diciembre de 2014

90 segundos



Cuatro mil metros de altura, donde no llegan ni las nubes.
La primer pareja salta. Así, como si nada, se vuelve un punto insignificante. Una mueca feliz y aterrorizada y un grito ahogado que se pierde a la distancia.
Me preparo. ¿Tengo miedo? No, todavía no. ¿Es normal? No sé. Capaz no. Si el hecho de poner tu vida en riesgo saltando en caída libre desde la estratósfera no alcanza para agitar los ánimos, ¿hay algo en el mundo que sí lo haga?
Ingenuamente estoy esperando un acto artístico, quedar suspendida planeando acrobáticamente. No tengo idea de lo que se viene.
Las indicaciones fueron claras: mantener piernas en un ángulo de noventa grados, brazos sobre los agarres de la mochila. Ir de rodillas hasta la puerta del avión. Pararse de espaldas, agarrarse de una especie de barra que hay en el techo, y a la cuenta de tres, subir piernas y soltar las manos.
Advertencia que mi instructor se tomó la libertad de repetirme unas quince veces (a lo que yo pensaba: soy una persona de capacidad mental promedio, con decírmelo dos o tres veces, era suficiente). Durante la caída, sumamente importante no dejar de mirar el avión mientras se aleja. Esto ayuda a la orientación y evita empezar a girar incontrolablemente. NO SEPARAR BRAZOS Y PIERNAS. BAJO NINGÚN CONCEPTO.
El instructor, al cual vamos a denominar “señor instructor” con fines prácticos, unas cuantas veces antes del salto me preguntó si tenía miedo, si estaba nerviosa, si pensaba que me podía morir . Yo no sé realmente si fomentaba su propia emoción el hecho de tener a alguien temeroso bajo su control, porque me costó hacerle entender que realmente estaba tranquila (porque lo estaba) y que era feliz porque finalmente estaba haciendo eso que siempre quise.
Me paré. Empezó la cuenta regresiva. Tres… dos… uno… chau manos.
Me preguntó al oído, ¿estás lista? Dije que sí con muchísimo entusiasmo.
Y ahí se vuelve imposible de describir con palabras, pero vamos a hacer un intento.
Todo eso que soñé, esa armonía y delicadeza de estar planeando a grandes alturas, no existe.
En el instante en que el instructor se soltó, sentí como si me metieran en una licuadora.
Fue violento, brutal, más de lo que uno se imagina que puede soportar. Aparentemente (no tengo ningún tipo de registro conciente de que esto haya pasado), cuando empezamos a caer, abrí piernas y brazos enérgica y espasmódicamente, como si estuviera tratando de lograr control sobre mi cuerpo o el vacío alrededor, lo cual dificultó sobremanera el trabajo del señor instructor, que después de la experiencia no me tiene demasiado cariño. “Te abriste como una telaraña” fue la expresión que usó. Requirió piernas y brazos para comprimirme y poder manejar la situación. No me siento culpable, creo que está acostumbrado y entrenado para cosas peores.
En ese instante, que pareció una vida, miré hacia abajo y adelante. Podía ver el contorno redondo de la Tierra. Abrí los ojos gigantes. Me habían dicho que gritara, un poco para relajar tensiones y otro poco para expulsar la emoción interna. Sin embargo, no tenía aire. Ahogué un grito y me di cuenta que no estaba respirando. Sentía que iba de cara al piso, y no era tanto un miedo al impacto ni a la posibilidad de morirme que me paralizaban, sino más bien una sensación de absoluta impotencia. Es exasperante tener nada alrededor, por un minuto y medio, uno espera que pase algo, cualquier cosa, agarrarse de algo. Es una sensación total de libertad y a su vez de encierro, de asfixia.
En ese momento, intervino mi yo-racional, en una lucha por contribuir de alguna forma a lo que estaba pasando:
Ok. La caída dura un minuto y medio. No tenés esa capacidad respiratoria para aguantarlo. Si no respirás en noventa segundos, te vas a morir.
Hice un esfuerzo sobrehumano por inhalar una bocanada grande de aire, y para poder exhalar, grité con todas mis fuerzas. Tantas cosas se me cruzaron por la cabeza. Qué libertad, qué emoción, qué locura.
Creo que nos exceden los estímulos del día a día. Con toda la tecnología y las formas de entretenimiento y recreación, el hombre necesita más que nunca sentirse vivo. Y parece que la mejor forma de desafiar esa cotidianidad es subir a la estratósfera, en contra de la ley de gravedad y saltar al vacío. Esa sensación desesperante y terrorífica es lo único que nos “despierta” internamente: pensar que no podemos influir lo que está pasando, está ahí, es real, no es un sueño, no es una construcción virtual tecnológica y nos invade totalmente.
¿Qué pasa si no se abre el paracaídas? ¿Voy a sentir el impacto final? ¿O es todo demasiado rápido?
La verdad, son cosas que pienso hoy, mirando hacia atrás. En ese momento no hay lugar para este tipo de preguntas. No hay lugar para nada.
Fue impactante, abrumador y tremendo.


La mejor experiencia de mi vida.



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