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martes, 3 de febrero de 2015

Laberinto





Empezaba a sentir ardor en las piernas. Avanzaba a toda velocidad por los monótonos pasillos mientras trataba de planear mi próximo movimiento.
Todas mis terminales nerviosas trabajaban al extremo sin dejarse opacar por el esfuerzo mental que hacía para hacer cálculos y razonamientos. Sentía que todo lo que me enseñaron desde chica, toda la educación y las normas sociales, el protocolo y el control, el pensamiento frío y matemático se pulverizaba dejando lugar a este espíritu enloquecido e irracional.
Me movía liviana, un espíritu de luz. Ya no me acordaba como era “correr” en términos motrices. Mis piernas flotaban y eran extensiones de una fuerza central que empujaba hacia ningún lado.
El dolor que discretamente había aparecido para recordarme mantener una velocidad prudente se había esfumado, expulsado por la adrenalina y el bombeo de sangre.
No podía parar, no podía parar, no podía parar. Las piernas se me enredaban, escuchaba el latido de mi corazón y los golpes hasta la cabeza, pero no podía parar.
Estaba atrapada en mi euforia. En el éxtasis de sentirme libre en este laberinto infinito.
Dejé de tomar decisiones de rumbo liberándome de lo poco que me quedaba del efecto de mi raciocinio, y empecé a doblar en las esquinas de forma aleatoria. Izquierda, derecha, derecha, izquierda. A unos cien metros había una luz que interrumpía el vacío negro de mi alrededor. Iluminaba partículas de polvo que yacían suspendidas en figuras estáticas, se entremezclaban y frenaban de golpe.
Era una danza de ocho tiempos, que segundos después atravecé fugazmente.
Cerré los ojos como si no quisiera que las partículas me quedaran dentro de los ojos y las arrancara de su hábitat natural.
De repente, todo a mi alrededor se volvió luminoso. Una luz pura y penetrante. Fruncí el ceño sin dejar de correr. No podía dejar de correr.
Esquivaba ramas y árboles incluso antes de considerarlo.
A mi alrededor se erguía cada vez más frondoso un mundo verde y salvaje.
Un viento fuerte me retó a tratar de mantener el ritmo demandando el doble de esfuerzo pero sólo consiguió darme ánimos.
Noté que el paisaje se volvía árido. Aumentaba la distancia entre las raíces que tenía que evitar y el piso, segundos antes cubierto, dejaba entrever claros de arena.  
Hasta que finalmente, se detuvo. Hacia adelante, izquierda, derecha, infinito azul.
Un azul intenso, cada vez más grande. Me quedaban alrededor de unos cincuenta metros previos a la costa cuando inspiré muy profundo y salté.
Mis pies se despegaron del piso y empecé a subir.
Me dejé girar. Dejé que el viento pensara que tenía ventaja, que me controlaba.
Después de muchos giros y vueltas traté de enderezarme.
Había llegado a un punto altísimo.
Como por venganza, ese viento que segundos atrás había jugado conmigo y me invitó a subir, se fue con alguien más.
Quedé sola y a la deriva.
A mi alrededor sólo había aire.
Caí en picada a máxima velocidad.
Junté manos sobre mi cabeza y me preparé para el impacto. Caí en el agua como una bala que rompe la barrera de sonido dejando un vacío a mi alrededor, que me permitía respirar dentro de una cápsula subacuática.
Tiré la cabeza hacia atrás y pude distinguir cómo sobre mi cabeza se cerraba el canal que había creado a mi paso.
El celeste del cielo desaparecía cubierto por un remolino azul oscuro, revuelto con burbujas y espuma.
Desapareció la presión a mi alrededor. Caí trescientos metros a máxima velocidad en lo que parecía ser una cueva, y un material elástico amortiguó mi caída, frenándome en seco. Estiré las extremidades en posición de estrella como despertando del sueño más profundo.
De lejos empezó a sonar música, cada vez se volvía más clara.
Mi cuerpo respondió de forma automática. Con movimientos suaves y lentos, graduales.
Fue cobrando mayor intensidad hasta el punto en el que el ritmo emergía fervientemente de adentro hacia afuera.
Mis órganos vibraban con el volumen, yo daba saltos y giros sin esfuerzo.
Por primera vez me sentí sonreír.
El material que me sostenía se sacudía frenéticamente a mis pies. Empezó a hamacarse hacia los lados. Cuando sentí el tirón del material quebrado intenté agacharme y agarrarme.
Fue inútil, resbalé y caí solo un segundo a un piso húmedo. Tan pronto como mis pies tocaron el suelo me aplastó una corriente de agua que me arrastró.
El nivel del agua era bajo pero fuerte: fui tomando velocidad. Estaba deslizándome en una pendiente cada vez más pronunciada.
Estiré las manos hacia adelante tratando infructuosamente de detenerme. Me dejé llevar y el agua desembocó en un agujero que emergía de un acantilado.
Caí bruscamente unos diez metros hasta una superficie perfecta, un mar de color verde e infinito.
Me quedé completamente quieta. Relajando mi exigido cuerpo que ahora flotaba en posición natural.
De a poco, el agua a mi alrededor se fue aquietando.
Entré en conciencia, sintiendo cada centímetro de mi cuerpo inmóvil.
El silencio y la calma me invadieron y distinguí los sonidos del agua jugando suavemente conmigo.
Inspiré hondo, absorviendo la plenitud de ese instante eterno.
Dejé que los párpados descansaran y naturalmente cerré los ojos.
En conciencia absoluta.

Finalmente, paz.





jueves, 4 de diciembre de 2014

90 segundos



Cuatro mil metros de altura, donde no llegan ni las nubes.
La primer pareja salta. Así, como si nada, se vuelve un punto insignificante. Una mueca feliz y aterrorizada y un grito ahogado que se pierde a la distancia.
Me preparo. ¿Tengo miedo? No, todavía no. ¿Es normal? No sé. Capaz no. Si el hecho de poner tu vida en riesgo saltando en caída libre desde la estratósfera no alcanza para agitar los ánimos, ¿hay algo en el mundo que sí lo haga?
Ingenuamente estoy esperando un acto artístico, quedar suspendida planeando acrobáticamente. No tengo idea de lo que se viene.
Las indicaciones fueron claras: mantener piernas en un ángulo de noventa grados, brazos sobre los agarres de la mochila. Ir de rodillas hasta la puerta del avión. Pararse de espaldas, agarrarse de una especie de barra que hay en el techo, y a la cuenta de tres, subir piernas y soltar las manos.
Advertencia que mi instructor se tomó la libertad de repetirme unas quince veces (a lo que yo pensaba: soy una persona de capacidad mental promedio, con decírmelo dos o tres veces, era suficiente). Durante la caída, sumamente importante no dejar de mirar el avión mientras se aleja. Esto ayuda a la orientación y evita empezar a girar incontrolablemente. NO SEPARAR BRAZOS Y PIERNAS. BAJO NINGÚN CONCEPTO.
El instructor, al cual vamos a denominar “señor instructor” con fines prácticos, unas cuantas veces antes del salto me preguntó si tenía miedo, si estaba nerviosa, si pensaba que me podía morir . Yo no sé realmente si fomentaba su propia emoción el hecho de tener a alguien temeroso bajo su control, porque me costó hacerle entender que realmente estaba tranquila (porque lo estaba) y que era feliz porque finalmente estaba haciendo eso que siempre quise.
Me paré. Empezó la cuenta regresiva. Tres… dos… uno… chau manos.
Me preguntó al oído, ¿estás lista? Dije que sí con muchísimo entusiasmo.
Y ahí se vuelve imposible de describir con palabras, pero vamos a hacer un intento.
Todo eso que soñé, esa armonía y delicadeza de estar planeando a grandes alturas, no existe.
En el instante en que el instructor se soltó, sentí como si me metieran en una licuadora.
Fue violento, brutal, más de lo que uno se imagina que puede soportar. Aparentemente (no tengo ningún tipo de registro conciente de que esto haya pasado), cuando empezamos a caer, abrí piernas y brazos enérgica y espasmódicamente, como si estuviera tratando de lograr control sobre mi cuerpo o el vacío alrededor, lo cual dificultó sobremanera el trabajo del señor instructor, que después de la experiencia no me tiene demasiado cariño. “Te abriste como una telaraña” fue la expresión que usó. Requirió piernas y brazos para comprimirme y poder manejar la situación. No me siento culpable, creo que está acostumbrado y entrenado para cosas peores.
En ese instante, que pareció una vida, miré hacia abajo y adelante. Podía ver el contorno redondo de la Tierra. Abrí los ojos gigantes. Me habían dicho que gritara, un poco para relajar tensiones y otro poco para expulsar la emoción interna. Sin embargo, no tenía aire. Ahogué un grito y me di cuenta que no estaba respirando. Sentía que iba de cara al piso, y no era tanto un miedo al impacto ni a la posibilidad de morirme que me paralizaban, sino más bien una sensación de absoluta impotencia. Es exasperante tener nada alrededor, por un minuto y medio, uno espera que pase algo, cualquier cosa, agarrarse de algo. Es una sensación total de libertad y a su vez de encierro, de asfixia.
En ese momento, intervino mi yo-racional, en una lucha por contribuir de alguna forma a lo que estaba pasando:
Ok. La caída dura un minuto y medio. No tenés esa capacidad respiratoria para aguantarlo. Si no respirás en noventa segundos, te vas a morir.
Hice un esfuerzo sobrehumano por inhalar una bocanada grande de aire, y para poder exhalar, grité con todas mis fuerzas. Tantas cosas se me cruzaron por la cabeza. Qué libertad, qué emoción, qué locura.
Creo que nos exceden los estímulos del día a día. Con toda la tecnología y las formas de entretenimiento y recreación, el hombre necesita más que nunca sentirse vivo. Y parece que la mejor forma de desafiar esa cotidianidad es subir a la estratósfera, en contra de la ley de gravedad y saltar al vacío. Esa sensación desesperante y terrorífica es lo único que nos “despierta” internamente: pensar que no podemos influir lo que está pasando, está ahí, es real, no es un sueño, no es una construcción virtual tecnológica y nos invade totalmente.
¿Qué pasa si no se abre el paracaídas? ¿Voy a sentir el impacto final? ¿O es todo demasiado rápido?
La verdad, son cosas que pienso hoy, mirando hacia atrás. En ese momento no hay lugar para este tipo de preguntas. No hay lugar para nada.
Fue impactante, abrumador y tremendo.


La mejor experiencia de mi vida.