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lunes, 20 de abril de 2015

Elegí tu propia aventura


Me desperté entre nubes. En el aire había olor a verano. Por el calor abajo mío (es que en el cielo el sol está más cerca) cambié de posición para no quemarme. Me levanté y bailé, como bailo todas las mañanas. Porque al día hay que decirle buen día. Sino, no va a ser un buen día. Giré, giré y deambulé. Los ángeles corrían a mi alrededor desesperados por llegar a ninguna parte. Miraban sus aparatitos mágicos, con la vista perdida, mientras pájaros grandes se cruzaban unos con otros. Algunos ángeles se subían a los pájaros para ir más rápido.
En los cruces brillaban las luces, tan fuerte que había que cubrirse los ojos para poder ver.
Había más colores que nunca. Las flores me perseguían pero yo soy rápido asi que no me preocupé.
Se escuchaba el canto a mi alrededor y decidí acompañar. Me subí a la montaña más alta a mirar mi imperio. ¡Soy el Reeeeeeeeeyyyyy! grité. Soy el Reeeeeeeeeey.
Tenía mucha hambre asi que volando me acerqué a la cueva donde ya me conocen.
“¿Lo de siempre?” “Sí, pero sabés que no tengo con qué pagarte”. Era todas las mañanas lo mismo, yo aclaro por miedo, a ver si se enojan y llaman a los duendes del mal, o quieren que les dé mi tesoro por no pagar. Sentí miedo de que me lo robaran, a mi tesoro. Me fui corriendo y me dejé lo de siempre en la cueva. Saludé al gigante y corriendo espanté a los intrusos que me querían robar el tesoro. “¡¡Este es mi mundo!!” Los pobres diablos se fueron espantados. Soy el más fuerte.
Ahora que el tesoro está seguro, puedo seguir. Me fui saltando y bailando. Quién sabe adónde. Al más allá, lejos.


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Alarma a las 6:50 am. Radio automáticamente encendida: “Avisamos a los usuarios de la línea D de subte que la misma sufre demoras debido a un accidente en una de las formaciones. Se recomienda usar métodos de transporte alternativos.
“Buen día para mí”. Sería novedoso que las cosas funcionaran en este país. No me sorprende que no ande el subte, me sorprendería que si anduviera. Que me tomara menos de dos horas llegar al trabajo, que casi tiene más sentido irme caminando 40 km que tener que sufrir las peripecias del transporte público. Me daría un infarto si eso pasara.
Me levanté agotado, afuera había un sol agobiante, 35º en plena ciudad, qué asco. Maldito calor. Maldito verano.
Después de escuchar los bocinazos, los gritos, los insultos, finalmente llegué al bar. “Se enfermó uno de los camareros, el barbudo, nunca me acuerdo el nombre”. “Buen día, Romina. Ok, parece que vamos a tener que trabajar más hoy entonces”. Me miró con tal odio que sentí que me pegaron dos cachetadas y que me atravesaba su mirada.
Ella tiene actividades e intereses, quiere irse temprano a disfrutar. La juventud está perdida. Cuando yo era chico se trabajaba en serio. En la vida hay que trabajar, hay que esforzarse. No se puede ir como un tiro al aire. No hay disciplina, es un desastre. Esto es culpa de las computadoras y todo eso. Hacen que la gente joven queme sus horas en frente de aparatos con una realidad que no es cierta, y después creen que pueden ir por la vida como una fantasía. No tienen objetivos ni constancia y creen que saben todo. Yo te digo: hay cosas que no se solucionan así. Ya se van a dar cuenta y quién va a tener que arreglar todo? Los otros. Los que nunca frenamos, los que siempre estamos trabajando y formando al país, y al mundo. ¡Porque esto pasa en todo el mundo!
Encendimos todas las máquinas, recibimos el pan y las medialunas. Llamó el de las galletitas sanas que no iba a poder venir porque había mucho tránsito. Qué inepto, si fuera por eso yo no abriría nunca. Vago. Qué más da, esas cosas orgánicas igual son un asco. La gente come como animal todo el fin de semana y el lunes entra y pide una galletita orgánica y piensa que ya está, que solucionó todo. Yo te digo, no es así. Están todos intoxicados. Bombas a punto de explotar. Bolas de grasa andantes. Hipócritas.
A eso de las 10, me asomé por la ventana. La misma sucia ciudad de siempre con el tránsito, los semáforos, la gente corriendo al trabajo. En la plaza los vagabundos tirados entre bolsas de basura.
Se acercó el que vive en la plaza de Alem y Tucumán. Entró y apestó todo el bar. La gente empezó a hacer muecas de asco. Venía con sus harapos y su barba más hedionda que de costumbre. Pero yo ya sé cómo manejarlo, ya aprendí que si le ofrezco algo lo toma y se va. Hay que saber manejar a esta gente, ¿viste? Son básicos.
“¿Lo de siempre?” “Sí, pero sabés que no tengo con qué pagarte”.
Preparé un cafe y una medialuna. Lo dejé en frente de él y antes de probarlo lo soltó y salió corriendo y gritando hacia la plaza. Totalmente loco.
Pobre tipo, ¿ves? Eso pasa por no trabajar, por no levantarse temprano a la mañana y tener responsabilidades y disciplina.Así va a terminar todo el país, son todos vagabundos de alma, todos miserables.
Pobre loco…


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¿Y vos? ¿qué loco querés ser?


jueves, 4 de diciembre de 2014

90 segundos



Cuatro mil metros de altura, donde no llegan ni las nubes.
La primer pareja salta. Así, como si nada, se vuelve un punto insignificante. Una mueca feliz y aterrorizada y un grito ahogado que se pierde a la distancia.
Me preparo. ¿Tengo miedo? No, todavía no. ¿Es normal? No sé. Capaz no. Si el hecho de poner tu vida en riesgo saltando en caída libre desde la estratósfera no alcanza para agitar los ánimos, ¿hay algo en el mundo que sí lo haga?
Ingenuamente estoy esperando un acto artístico, quedar suspendida planeando acrobáticamente. No tengo idea de lo que se viene.
Las indicaciones fueron claras: mantener piernas en un ángulo de noventa grados, brazos sobre los agarres de la mochila. Ir de rodillas hasta la puerta del avión. Pararse de espaldas, agarrarse de una especie de barra que hay en el techo, y a la cuenta de tres, subir piernas y soltar las manos.
Advertencia que mi instructor se tomó la libertad de repetirme unas quince veces (a lo que yo pensaba: soy una persona de capacidad mental promedio, con decírmelo dos o tres veces, era suficiente). Durante la caída, sumamente importante no dejar de mirar el avión mientras se aleja. Esto ayuda a la orientación y evita empezar a girar incontrolablemente. NO SEPARAR BRAZOS Y PIERNAS. BAJO NINGÚN CONCEPTO.
El instructor, al cual vamos a denominar “señor instructor” con fines prácticos, unas cuantas veces antes del salto me preguntó si tenía miedo, si estaba nerviosa, si pensaba que me podía morir . Yo no sé realmente si fomentaba su propia emoción el hecho de tener a alguien temeroso bajo su control, porque me costó hacerle entender que realmente estaba tranquila (porque lo estaba) y que era feliz porque finalmente estaba haciendo eso que siempre quise.
Me paré. Empezó la cuenta regresiva. Tres… dos… uno… chau manos.
Me preguntó al oído, ¿estás lista? Dije que sí con muchísimo entusiasmo.
Y ahí se vuelve imposible de describir con palabras, pero vamos a hacer un intento.
Todo eso que soñé, esa armonía y delicadeza de estar planeando a grandes alturas, no existe.
En el instante en que el instructor se soltó, sentí como si me metieran en una licuadora.
Fue violento, brutal, más de lo que uno se imagina que puede soportar. Aparentemente (no tengo ningún tipo de registro conciente de que esto haya pasado), cuando empezamos a caer, abrí piernas y brazos enérgica y espasmódicamente, como si estuviera tratando de lograr control sobre mi cuerpo o el vacío alrededor, lo cual dificultó sobremanera el trabajo del señor instructor, que después de la experiencia no me tiene demasiado cariño. “Te abriste como una telaraña” fue la expresión que usó. Requirió piernas y brazos para comprimirme y poder manejar la situación. No me siento culpable, creo que está acostumbrado y entrenado para cosas peores.
En ese instante, que pareció una vida, miré hacia abajo y adelante. Podía ver el contorno redondo de la Tierra. Abrí los ojos gigantes. Me habían dicho que gritara, un poco para relajar tensiones y otro poco para expulsar la emoción interna. Sin embargo, no tenía aire. Ahogué un grito y me di cuenta que no estaba respirando. Sentía que iba de cara al piso, y no era tanto un miedo al impacto ni a la posibilidad de morirme que me paralizaban, sino más bien una sensación de absoluta impotencia. Es exasperante tener nada alrededor, por un minuto y medio, uno espera que pase algo, cualquier cosa, agarrarse de algo. Es una sensación total de libertad y a su vez de encierro, de asfixia.
En ese momento, intervino mi yo-racional, en una lucha por contribuir de alguna forma a lo que estaba pasando:
Ok. La caída dura un minuto y medio. No tenés esa capacidad respiratoria para aguantarlo. Si no respirás en noventa segundos, te vas a morir.
Hice un esfuerzo sobrehumano por inhalar una bocanada grande de aire, y para poder exhalar, grité con todas mis fuerzas. Tantas cosas se me cruzaron por la cabeza. Qué libertad, qué emoción, qué locura.
Creo que nos exceden los estímulos del día a día. Con toda la tecnología y las formas de entretenimiento y recreación, el hombre necesita más que nunca sentirse vivo. Y parece que la mejor forma de desafiar esa cotidianidad es subir a la estratósfera, en contra de la ley de gravedad y saltar al vacío. Esa sensación desesperante y terrorífica es lo único que nos “despierta” internamente: pensar que no podemos influir lo que está pasando, está ahí, es real, no es un sueño, no es una construcción virtual tecnológica y nos invade totalmente.
¿Qué pasa si no se abre el paracaídas? ¿Voy a sentir el impacto final? ¿O es todo demasiado rápido?
La verdad, son cosas que pienso hoy, mirando hacia atrás. En ese momento no hay lugar para este tipo de preguntas. No hay lugar para nada.
Fue impactante, abrumador y tremendo.


La mejor experiencia de mi vida.



Y así empezó...